Monday, January 30, 2006

cuentos calipuedes

ACTO DE FE

No dejó de asistir a misa ningún día de su vida desde que tuvo uso de razón. Siempre se lo vio vestido igual que en su primera comunión, como si ese vestido creciese sobre su cuerpo y se avejentara y deteriorara con él. Era un terno de paño color azul turquí.

Nunca se casó, ni se le conoció mujer. Pasados los años y cuando, ya casi ni podía caminar, su ida diaria hacia la iglesia era lo más penoso que ser humano pudiese presenciar; comenzaba a arrastrar sus piernas a las cinco de la mañana dos cuadras y llegaba en punto a misa de seis.

Un buen día, en el punto más crítico de su penoso arrastrarse, por esas peligrosas cuadras, un carro lo atropelló, era el carro del párroco. Sobra decir que todo el barrio asistió a sus funerales.

UNA PISTOLA PARA UNA MALA CABEZA

Era una noche de fantasmas. Ellos eran dueños de nuestros cuerpos, y nosotros, apenas podíamos hacer las cosas repetidas y cotidianas que hacíamos siempre. Los actos más triviales, como ir al baño o ir a nuestros esporádicos trabajos. Éramos un grupo de esos que celebran todo. Cumpleaños, aniversario, bautizos. Todo.

El mundo, cada vez, se reducía a unas cuantas expresiones, las cuales pronunciábamos aún sin saber si estábamos despiertos o si eran sueños; porque en ese mundo nos movíamos siempre, desde remotas épocas y con distintos disfraces. Yo me he llamado, por ejemplo, Desiderio Martínez, Policarpo Navarrete, Elvira Quintana y Sergio Altamirano, y he desempeñado labores tan inocuas y ridículas como las de estibador, administrador de prostíbulos, tabernero, cantante, reparador de calzado y escritor. En ésta última me encuentro atrapado, o mejor, me encontraba atrapado, porque creo haber salido o terminado, con este vagar entre sombras de la manera más trágica, lamentable y cobarde. Nuestro grupo de amigos, se reunía a beber con otros poetas tan dormidos y diletantes como yo, a la sombra canalla de quien quisiera compartir una botella de alcohol o alguna anécdota barata, de la cual soy experto, porque siempre he pensado que mi vida es importante y las pequeñas cosas que me suceden, merecen la pena contarse, aunque sean repetidas y vulgares. Era pues el animador del grupo.
Por entonces militaba en una organización marxista, que tenía algunos nexos con la insurrección armada y fungía de asesor de un senador de la República. Así que en mis torpes manos, la ley puso un revólver para legitimar defensa; por esas cosas, que es mejor olvidar, pero me veo impedido a contar, por el bien de mi conciencia, que empezo a despertar y al hacerlo, me aguijonea con sevicia. Les relataré éste episodio, ahora que soy un publicado poeta y profesor, con un salario que pronto ha hecho olvidar aquellos años de hambre. Pero nada me ha permitido olvidar la tragedia que urdió el destino, aquella noche de insomnes diletantes, en ese pequeño apartamento, en el que Satanás movió sus fichas.
El otro ser, por el que fue cambiada mi alma, venía del Norte, de una tierra de gentes bullangueras y salerosas, francas y despiertas y, cayó en el abismo de esta ciudad. Me conoció, nos conoció, sin saber siquiera – ¡Quién iba a saberlo! – que esta acaramelada urbe, sería su fugaz final. Para trasladarse a otro cuerpo que encarnó en mi cuerpo. Reíamos de alguna de mis anécdotas tontas, en donde yo, emergía cual un imbécil triunfante de algún grupo reunido en la cafetería de la Universidad. Sentí en el fondo del maletín el revólver que me llamaba con su vocecita fogosa y lo saqué y, sin que nadie supiera, ya estaba en las manos del sinuano, que lo llevó a su sien derecha. La explosión nos despertó por segundos y, comprendimos, los misterios de la vida y la muerte, pero pronto olvidamos. Yo, experimenté el cambio, como si un movimiento ultraterreno hubiese corrido las coordenadas de mi vida, las mismas de las que gozaba aquel cuerpo yerto, que en medio de un charco de sangre, parecía dormir con los codos semi- apoyados en esa mesa llena de humo y alcohol. Valga decir, que desde entonces, soy ese otro.
Mis caminos son los del muerto. A veces creo, que ésta es mi última anécdota trágica de sueños, amores y odios, ya no soy un fantasma, pero deambulo despierto por entre inmensos pasillos y, mis historias, son narraciones, que no me pertenecen.

CALI ABISMO

El tocaba el saxofón, en un cuartucho del barrio San Cayetano. Hasta allí iban los fines de semana sus amigos a escuchar interpretaciones de Charlie Parker. Iba Henry Zuluaga, el gordo bongosero, nacido y criado, en el barrio Benjamín Herrera, “más allá de la paralela del ferrocarril”, también, hacía parte del combo un hombre con la expresión de quien se encuentra a punto de caer en un interminable llanto, transpiraba dolor, y confesaba, haber estado pensando como suicidarse durante más de dos años, hasta que encontró refugio en la música clásica, la cual escuchaba, preso de ataques neuróticos y terribles convulsiones. Pero, confundía a Atlas con Titán, el de la carátula de la sinfonía fantástica de Berlioz, y al órgano, con el clavicémbalo.

Henry, dictaba verdaderas cátedras de música afrocubana; jazz, rock, cultura y contracultura. Nada escapaba a su catálogo de anécdotas y detalles, asolaba las miserables tabernitas, de intelectuales perdidos en un mar de salsa e incertidumbre.

Le apodaban “fast”, porque dicen que fue el primero en poner a Micaela de 33 en 45 RPM., cuando siendo casi un niño, mostró su precocidad en los aguaelulos de los años sesenta. El negro Hensy, también comparecía en esa pieza miserable, con su vocecita asordinada y veloz, hablando de su proeza con el bajo y con las mujeres rubias.
El saxo tenor, arrancaba notas a la noche; las hembritas llegaban silenciosas, sin tener en claro que hacían allí –con esos bolsos arahuacos--; recién saliditas del Colegio de Monjas o del Liceo Francés. Pero allí estaban y ¡qué carajo!, ya la marihuana valía huevo y hasta la cocaína, era cosa de un pasado, que ahora querían recobrar, nostálgicas, aunque fuera en esas reuniones trasnochadas, en las que New York se asomaba raquíticamente en las tonadas destempladas del anfitrión y en los cuentos eruditos del gordo Henry.
Pero esa noche de Septiembre, se dieron cuenta por primera vez, que estaban vivos, y esto los sumió en una terrible depresión. Linus dejó de tocar a Charlie Parker y Hensy se olvidó de mirarse al espejo. El gordo Henry trató de buscar una explicación adecuada en un libro de Michael Focault y el suicida arrepentido, pensó que sólo Spinoza podría conjurar éste raro sentimiento, tan peligroso para todos, para esa rutina sabatina de acordes y mentiras.

“Las hembritas”, no sabían que pasaba, estaban allí con sus carnes anhelantes, pero sin atreverse a nada, escuchando hablar un día de Kundera y otro de Gilles Deleuze o Grombowics, sin escuchar, así como quienes les hablaban, ni siquiera sabían que hablaban. Pero, en ése instante lo comprendieron y temblaron aferrados al borde de aquel abismo, llenos de horror al vacío. Las cuerdas del pentagrama les servían de apoyo y se estiraban y comenzaban a ceder, y por primera vez en su existencia, supieron que vivían, que estaban vivos, que esa tierra no era sólo las tabernitas, ni esas hembritas seráficas, ni la música en listados meticulosamente arreglados, para explicar el fenómeno de la sonora matancera o de los grupos “out siders” y “Under Ground”. Henry boqueaba con las manos en el estómago y Linus, abrazado al saxofón, no podía detener el temblor de su cuerpo. Las chicas se encontraban arrimadas unas a otras, sin comprender – como siempre – que pasaba, algunas podrían creer que estaban en un viaje de hongos o de ácido, pero, que va, a lo sumo habían consumido el horrible aguardiente del Valle.

Henry, prácticamente se derretía, sentado como un buda, en el centro del cuarto, estaba empapado y sus músculos cada vez eran más flácidos. El suicida, temblaba, escuchando la quinta sinfonía de Beethoven… Cayó un chubasco terrible, tronó hasta romper los tímpanos de la mitad de los habitantes de la ciudad, y el río se salió de madre e inundó calles y edificios del centro. La cúpula presuntuosa de la iglesia de San Cayetano, voló en pedazos, por la acción de un rayo. El fantasma de Andrés Caicedo, se apareció de pronto en esa casucha, en medio del apartamento, ante las miradas asombradas de las hembritas y el estupor de todos los presentes. El suicida arrepentido, se arrodilló ante esa aparición y lloró lágrimas de sangre. El gordo Henry, dejó de sudar y derretirse, por un momento, para hacerle una pregunta vital para entender su obra póstuma: “¿En Viva La Música, Tú eras María del Carmen Huertas”?-- preguntó con voz temblorosa--, Andrés tartamudeó una serie de incoherencias, que sonaron como: “Gordo Güevón”. Y Hensy juró, que él no había visto nada, que todos estaban locos menos él, él, el mejor bajista del mundo, no volvería a esos apartamentitos. Linus gritaba ¡New York!, y un coro de niñas bien, arrepentidas de tanto intelectual, se precipitaron por la pequeña puerta, ante la arremetida de Andrés, que con un látigo, chasqueaba sobre sus cabezas.

Las escenas se sucedieron, como en sueños: veloces, alteradas en composición, porque de pronto el gordo Henry era el suicida, y Hensy – para su desgracia – era el saxo con el que Linus copulaba, y muchos vieron a Andrés, como el señor caído o como, el fantasma de las navidades pasadas de Dickens; las hembritas, eran ardillitas con enormes colas sedosas y el apartacho de San Cayetano, se hundió en un hueco enorme, como un gran desagüe, la cloaca de la ciudad inundada. Por allí, se iban irremediablemente, en un remolino, los pensamientos y las imágenes y las notas musicales y la nemotecnia musical y los deseos y las apariciones y Titán o el Atlas de una carátula de la sinfonía de Berlioz y las máquinas deseantes y los cuerpos sin órganos y las calles de New York, que habían quedado grabadas en la piel del saxofonista, todo salió por la boca de un Instrumento, como un pájaro o Charlie Parker, ahogado por la desgracia.
EL JUDIO ERRANTE

Allí estaba él otra vez, sin un centavo, arrinconado en una esquina del viejo barrio a la espera de que aquella torpe lluvia terminara de caer, para poder seguir en su peregrinar por esas calles tan queridas y odiadas; los “quihubo ve”, volvían de nuevo a sorprenderlo, así como el , “cómo te fue” y el “qué has hecho”, se multiplicaban incansables, como sus amigos de otros días, ahora presuntuosos, con sus barrigas al viento agitando sus manos por las ventanillas de los Renaults cuatro, así como los que cambiaban de acera y se interesaban en el áspero norte, el lugar apropiado para ofrecer sus correitas tejidas a mano.

Y era que él había rodado por América primero que cualquiera de los de su generación, estuvo en Atacames con su amante Alemana, se internó en la selva amazónica y en un lugar de esa selva recóndita, cavó con sus propias manos un foso en el que estuvo siete días y siete noches, hasta salir convertido en una bestia destructiva, pues su poder destructor hizo cimbrar la tierra y cambió el curso de ríos y de pueblos. Todo por mi, me dijo, por mi, el judío errante reencarnado; claro que eso, lo supe después, cuando el gran maestro me rescató del siquiátrico y me confesó cual era mi rol en este mundo…

¿Ves estos colmillos?, --y me mostró dos grandes colmillos sucios y cariados--, los dientes del centro, me los saqué para chuparle la sangre al médico que noche a noche me visitaba y me dejaba acabado, me vaciaba, es el doctor que vos ves en esa estatua, en la plazoleta del Hospital Universitario.

Él se bajaba de su pedestal en noches de luna llena, cuando se enteraba de mi presencia allí, y entonces, comenzaba su trabajo, pero con cuidado, pues la consigna era dejarme vivo. Todo comenzó en la Universidad, en un festín de hongos con panela, cuando se presentó a mi cuarto del bloque nueve; Bárbara montada en una vaca blanca que gemía mi nombre; ese día, empezó mi pesadilla que nubló para siempre mi vida de erudito estudiante de filosofía, experto en Foucault y Hegel y pintor de pinturas premonitorias, en las que estaban las almas de los más cercanos compañeros, aprisionadas en medio de monstruos fálicos, que excretaban oro en una cartera, en la que estábamos esclavizados al lado de Marx, Lenin y Stalin y el combo satánico al ritmo de Black Sabat y el rey Tolocho, dueño y señor de la Marihuana, en pleno Campus.

Así, un buen día, me llevaron a San Isidro, en donde el hermano del rector experimentó con su terapia de crío, cirugía y química, para regresarme a esos pasillos oscuros y fríos como bóvedas, donde llegaba el médico asesino y me sorprendía en plena cafetería, y luego volvía a mi celda sofisticada de estudiante pensionado del sanatorio. Una cortina de stelazine artane y aquinetón, se extendió sobre mi conciencia, hasta el día de la liberación, cuando pude hundir estos colmillos cariados, en el culo del zombie y regresarlo para siempre a su lugar de piedra y bronce. Quedé exorcizado y caminé calle quinta arriba, una vez burlada la vigilancia del pabellón de seguridad, y aprovechando el silencio cómplice y la modorra militante, de los enfermeros, carceleros, embelezados en la pintura de dos consignas, sobre las murallas del hospital: “Muera Mercado, “Mercado Culpable”. Llegué al puente de la quinta con quinta, al amanecer, y divisé con nostalgia la colina de San Antonio y subí y me senté en mi banca favorita, ésta sintió mi presencia y me reconoció, miré los nuevos edificios por entre las ramas de los chiminangos y de repente, un viejo con pinta de limosnero, se me acercó y me pidió un fósforo con el que encendió un tabaco cigalia y sentándose a mi lado dijo: “Te he estado esperando todos estos años, hermano”; sus palabras me tranquilizaron; me dieron esa paz que tenía cuando estudiaba en Santa Librada, y que perdí el 26 de Febrero de 1971.

El viejo, me contó mi vida, sus palabras la inventaron de nuevo, y seguimos desde ésa mañana viéndonos, hasta cuando estimó su misión cumplida y se fue para no volver. Entonces lo primero que hice fue encerrarme, me encerré hasta cuando me sentí seguro de no crearle problema a nadie, ni de hacer daño. Entonces se quedó en silencio en medio del tráfico ruidoso y se perdió entre la gente El Judío Errante.
EL MUERTO

¿Cómo poder reconstruir sus últimos instantes?, él mismo lo quería. Él, que era tan curioso, que nada se le quedó sin saber en ese barrio, y en ese pueblo de mierda. La moza del cura y las mariconerías del alcalde, los amantes de la viuda antes de enviudar. ¿Usó cianuro o estricnina con su esposo? – nunca se supo – pero así fue. Él lo sabía todo, bueno o casi todo, nunca sospechó que lo iban a asesinar, nunca pensó que lo iban a matar. Predijo la matanza de la curva de la Virgen, donde murieron tantos, y después, también, adivinó la elección de una colombiana como Mis Universo y el nacimiento de una Santa, ¡la primera santa canonizada en vida! Eso llenó de plata a ese pueblo, otrora miserable, y de millones al cura, de cuyo fasto nadie olvidará por siglos.

Él, era mi amigo o al menos eso decían todos, le gustaba, --cosa rara-- el jazz y el vino tinto, detestaba el fútbol y los locutores deportivos, se iba muy lejos a otra vereda, cuando cada año cruzaba por el pueblo, en feroz premio de montaña, la “Vuelta a Colombia”. Odiaba a la patria, a sus próceres, a sus gentes. En las discusiones de la barbería, siempre tomando partido por otros, esto, llenaba de rabia al peludo y a la galladita que se reunía todos los días a hablar trivialidades.

Sobrevivió a la furia de los bares navajeros a donde se dirigía los sábados a alterar el orden público contradiciendo a liberales y conservadores, demostrándoles el despropósito que era pertenecer a unos y otros. – ¡Los partidos son para ustedes! Borregos, necesitados de cadena y redil…! Nada le hacían, tenía fama de brujo y en el fondo, aquella campesinada ignorante, sabía que esas palabras encerraban mucho de verdad.

No es muy difícil comprender que se trataba de un solitario. Un viejo sólo y paupérrimo que vivía de una pensión del estado, al que sirvió durante muchos años como escribiente. No tuvo mujer, o, sí tuvo, creo que desde una foto amarillenta, desde el nocherito, aún mira una hermosa mujer, que fue gran artista de vaudeville, cantaba y bailaba y también disfrutaba el vino tinto y despreciaba a su País, tanto como él.

Llegó en una compañía de dramatizados, de largos melodramas de moda de la época, ella interpretaba “La dama de las Camelias”, en una versión cursi que arrancaba aplausos y hacía llorar a un público ávido de diversión, cansado del billar y de la radio, de los chismes y de las esquinas, de los días de mercado.

Ella era una gran actriz, desperdiciada en una patria boba encarnizada por conflictos de tierras, con la ponzoña de la ambición minando el alma. Se enamoraron, pero ese no era un lugar propicio para el amor, aquellos campos llenos de odios enfermizos, paisajes bucólicos tropicales e ignorancia supina en sus habitantes. Se fueron a la capital, en ese entonces, no menos miserable que esos campos feraces. Allí participaron de la bohemia, con aires de mucha cosa, de unos cachacos engreídos que querían ver a la fuerza, el paisaje gris de Londres en la carrera séptima. Fue una época en la que intelectuales honestos se suicidaron o se marcharon del cáncer de la patria, para siempre.

Al cabo de una jornada de traiciones y asesinatos a sangre fría, ellos también se fueron, buscaron el sur del continente y en Buenos Aires, la buena estrella le sonrió a la sorprendente actriz Colombiana, como se refería a ella el crítico de teatro del diario La Razón.
Las cosas buenas no duran y el amor menos… Él, que era un hombre inteligente la abandonó antes de matarla y se hundió en el arrabal de una gran ciudad que era un enorme arroyo, sumergido en el frenesí de las milongas y los tangos y los compadritos muy machos, que inventaron el morir por amor y las largas tenidas a cuchillo. Allí, se salvó del alcohol y la morfina, tan de moda en los bajos fondos. Hasta él llegó un hombre iniciado en prácticas esotéricas, de quien aprendió lo que después en el pueblo se le llamó brujería. Volvió a ese pueblo, viejo pero fuerte, a enfrentar su destino y se instaló, en su vieja casa y sembró plantas medicinales en la huerta y enseñó, a los que querían aprender, sus beneficios. Yo fui su amigo, reconstruí su muerte, se quién lo mató y cómo, aunque parezca irreal lo diré: Lo mataron en un sueño. Esa tarde después de caminar y hablar largamente del libro que se encontraba escribiendo, lo acompañé como siempre lo hacía a los cerros cercanos, a contemplar la puesta del sol, volvimos como tantas otras veces, cuando aún no hacían su aparición las sombras de la noche. Lo noté extraño, ensimismado, lo acompañé a su casa, tendió la hamaca en el pasillo que daba a la planicie y se quedó dormido para siempre. Lo curioso es que yo también caí en un estado de sopor incomprensible y vi su sueño, vi a su antigua amante regresar vieja y desdentada y brindar con él, y apurar también el veneno de aquella copa reluciente.

EL VAMPIRO

“Se silenciosos en tanta soledad, aunque no es tal, pues al punto vendrán espíritus de muertos, que estarán como en vida ante ti, con su amistad; como en vida rodeándole hablarán y harán prevalecer su voluntad”. (E.A. Poe)

En noches como ésta hace ya muchos años comenzó la historia de terror y sangre que aquí les voy a relatar. En una enorme casa del barrio Versalles se celebraban orgías con sangre y cuerpos de gamines tiernos, amorosamente preparados para ello. Un Packard negro recorría por entones las calles desiertas y recogía de los andenes a esos niños sin hogar: “Sin Dios ni Ley” como le gustaba decir a nuestros mayores. Los pelafustanes eran llevados a esa enorme mansión rodeada de cadmias y samanes centenarios, en donde saciarían las ansias de sangre del monstruo de Versalles y sus secuaces.

Los pequeños párvulos eran alimentados escrupulosamente, y uno por uno, cada noche, en estricto orden, desangrados previa incisión maestra de la yugular. En jarrones de plata con asas de oro y diamantes, se recuperaba el precioso líquido, el cual se almacenaba, con fecha y grupo sanguíneo, en neveras especiales. Sus cuerpos sin vida eran cremados y el olor cómplice del eucalipto disipaba el hedor de la infamia.

Los adolescentes más hermosos participaban de celebraciones especiales, en noches de luna llena en las que danzaban desnudos la danza de la muerte; hasta desfallecer ebrios de alcohol, fulminados por el “Shut” delirante de la morfina y por precisas y atroces cuchilladas.

El señor Arístides Satizabal, era un hombre alto, delgado, y de mirada profunda, quemante cual carbón ardiente. Salía con los últimos rayos del sol sobre los cerros. Una noche de finales de Octubre el señor Satizabal cometió su único y último fatal error: Se enamoró perdidamente de un jovenzuelo rapaz, al cual, sólo pudo dar caza cuando el sol de daba feroces dentelladas mientras a él se lo chupaban con apasionado ardor y convulsivos estertores, en el cuartucho de una pensión barata, de la quince con octava…

Ahora él y sus amigos están conmigo, sentados en las losas funerarias del cementerio central. En el mausoleo del señor Satizabal me hablan y recuerdan con nostalgia esos oscuros y felices días culpándose mutuamente por la pérdida de sus cuerpos y concluyen que el amor fue su único error. ¡Todos se consumieron al infringir la regla!. A ellos también los sorprendió el terrible sol prendidos de una hermosa y tibia yugular abierta. Ahora sienten enfermiza envidia, pues saben muy bien, que en algún lugar, en algún no muy lejano lugar, jóvenes Vampiros beben rica sangre calientita, mientras ellos vagan sin fin en la tenebrosa e insondable noche…

EL MONARCO

LOS ALIMENTOS: El capo se levanta muy temprano a consumir su desayuno de Perdiz desangrada al natural, en su punto medio de descomposición. Devoraba con imperial placer, aquella ave, la cual pasaba con pequeños sorbos de champagne. Sus consejeros, esperaban pacientes a que terminara para leerle las noticias, las cuales estaban sujetas a la censura de su estado de ánimo: Las malas noticias cuando estaba melancólico, y las buenas, siempre. Llamaba a su verdugo y a dos o tres esclavos, a los cuales hacía cortar sus cabezas cuando entraba en terribles crisis de ira, y esto ocurría casi todos los días.

El almuerzo lo consumía en el salón oriental, frente a los exóticos jardines bañados por el sol de las cuatro, esto en verano, porque en invierno, no salía de sus aposentos privados, presa de la más profunda depresión. Comía muy tarde en la noche, acompañado de sus mujeres favoritas y de hermosos efebos, los cuales cambiaba cada vez que se daba cuenta, que habían cumplido los quince años.

LA DIVERSIÓN: Fuera de sentir placer por ver rodar cabezas; la cacería, era una de sus predilecciones más notables, no porque fuese un gran tirador, sino por el placer de ver morir los animales, ya fueran conejos, patos, zorros, venados o aborígenes de la región, donde quedaban sus cotos. La magia era otra de sus aficiones y cada año, reunía en su palacio de cristal los más exaltados personajes. Magos negros de Turquía y Armenia, Pitonisas de Egipto, prestidigitadores de Etiopia, magos negros de Zambia, Quirománticos de Hungría, Astrólogos Chinos y toda la pléyade de maromeros, acróbatas, encantadores de serpientes, tragafuegos, ilusionistas y fakires de Oriente. Sus caballos se trenzaban en crueles disputas en carreras de gran aliento en las cuales los jinetes se jugaban la vida. Eran raudos corceles pura sangre de Arabia y cruces ingleses, poseía los mejores sementales del mundo. También poseía ejemplares de paso; percherones y ponys.

LAS MUJERES: Eran 367 hermosas doncellas, una para cada día del año y dos más, por si el año era bisiesto o alguna moría o mataba. Ellas adornaban los salones, más que brindar amor al monarco eran sus posesiones, al igual que sus porcelanas y obras de arte, las cuales lucían desde paredes y rincones del palacio.

LOS EFEBOS: Si de algo gozaba, era de su compañía, eran los adolescentes más hermosos y tiernos del reino, sutilmente escogidos, minuciosamente mimados y queridos. Eran reclutados al servicio del capo al cumplir los doce años y le servían, obsequiosamente, hasta cumplir los quince, edad que despreciaba. Entonces, eran echados a la calle cuando no asesinados en un suplicio que lo llenaba de enorme gozo. Primero, amputaba un dedo de su mano, después otro y otro y otro más. En muchos casos cortó él mismo, de un tajo, toda la mano y los hizo desangrar. Por eso, no era de extrañar ver tanto amputado, vagar por las calles de la capital.

LOS TESOROS: Se ha hablado mucho de sus diamantes y sus piedras preciosas traídas de las minas del imperio, en el vientre de negros esclavos, los cuales en un rito de sangre, las defecaban a sus pies. El oro centelleaba en todos sus palacios y casas y mansiones, regadas por el mundo. Existían incrustaciones de oro y diamantes en las partes más insospechadas del cuerpo de sus esposas y en los aposentos. Los orfebres, tejían diademas y pulían y tallaban y engalanaban, las piezas que adornarían sus vestidos.

Pero sus verdaderos tesoros, no tenían un lugar especial, estaban en los enormes cuadros que adornaban o en el oro que repujaba puertas y ventanas y en los enormes frescos, que engalanaban sus catedrales y en las toneladas de piedras, y lingotes que amasaba, en estrechos y seguros, cuartos subterráneos.

EL FIN: Nuestro monarco, nunca pensó morir. Ni siquiera creyó cuando le profetizaron que iba a caer víctima de espantosos dolores en el vientre y de fiebres terciarias, precedidas de alucinaciones terribles. Sus mascotas longo y pulongo, se turnaban en el lecho, eran gorilas de Borneo, que él amaba.

Una mañana de primavera, murió. Su cadáver, fue devorado por los simios, solo se salvó su cabeza, que fue reducida, según los métodos de los indios Aucas y pende del pecho de la Reina.
KARMA

Lo llamaban Landa. Cuando entró a los Hare Krishnas ya había pertenecido a una docena de sectas; desde los Testigos de Jehová, pasando por los Adventistas, Pentecostales y hasta los Rosacruces. Pero antes había sido el más furibundo Marxista M-L, por más señas. Me lo encontré vendiendo incienso y obras de arte y un librito sobre lo malo de la proteína animal y las bondades del vegetarianismo, para el cuerpo y la mente. Al cabo de muchos años me contaron que había muerto atropellado por un furgón refrigerado, de esos que transportan carne.

LA ÚLTIMA PELÍCULA

Ellos prefirieron morir por su propia mano y no alcanzaron a comprender que, aún así, ese es el destino de los hombres. Optaron pues por el suicidio, el cual llevaron a cabo como una lección de libertad. Escogieron cuidadosos el lugar y el mejor momento para dejar su País de criminales, narcos y políticos corruptos. Organizaron una gran fiesta en la paradisíaca Ladrilleros y a ella invitaron a quienes más amaban. Espléndidos anfitriones; obsesivos en la forma y el color que debían de dar a las profusas viandas y licores. Minuciosos pues en el difícil arte de agradar, brindaron frente al mar pacífico, la que de seguro era una lección. Planearon con esmero y con el mismo entusiasmo que habían puesto en sus filmes, su última noche en la tierra. Filmarían, paso a paso, la gran fiesta de su muerte y la de los que sin saberlo, los acompañarían en su definitiva obra. La lente hurgó morbosa en rostros, actos y despedidas ridículas. El veneno obró con lentitud y puntual, hasta el alba. Cuando llegaron los primeros curiosos del Hotel Los Acantilados, sólo el ruido de una pequeña planta eléctrica, susurraba monótono y perverso.

LA OTRA MUERTE DE SHERLOCK HOLMES

Sherlock Holmes sueña, toca su violín y tiene una terrible pesadilla; él reencarnará en el cuerpo de un dirigente político del Valle del Cauca, un minúsculo departamento, de un irrisorio País del tercer mundo, llamado Colombia. Se llamará Carlos Holmes Murillo, y será abogado defensor de criminales, senador, embajador y candidato a la presidencia. Sueña que morirá frente a un espejo, un buen día, en el cual comprende que nunca podrá ser presidente de su País y se da un tiro en la sien. En una escena de gran claridad, ve a un señor David Ruano, llorando ante el féretro, a un hombre que escribe un pasquín redactando la nota necrológica, a su oponente de siempre y rival diario de vanidades, hablando en su entierro y asegurando, en tono enérgico, que él siempre lo había amado. Ve a sus hijos, aparentemente tristes, pero gozosos de haberse liberado de aquel ser megalómano y perverso. Escucha una recopilación de sus discursos, porque era un orador de esos que convierten el ejercicio de la política, en teatro operático decadente. Escucha gritos de la multitud, que corean su nombre, descubre verdades inobjetables sobre el ejercicio de su profesión de abogado y de político, que lo abochornan. Entonces hace trizas, su viejo violín y huye de aquella casa londinense y se lanza de cabeza al Támesis. Connan Doyle, lo busca por todas partes, visita las ventas de cocaína de Trafalgar Square y se introduce a los fumaderos de Opio, donde encuentra a los amigos del fumador de Opio y al fantasma de Thomas de Quincey, quienes le dicen, que no han visto al viejo Sherlock. Una anciana seca por el humo, le confiesa haber soñado con su suicidio y le narra la historia de la reencarnación en aquel político cartagueño. Connan, escucha pensativo y escribe la historia… Le relata su fin en las profundidades de aquel río mítico y también, que se aparecerá entre la niebla, siglos después, para asustar a los turistas que salen ebrios de los “Pubs”… Dice, que habrá un fantasma que brotará como un aria, en un idioma extraño y emitirá, algo así como: “Viva el Partido Liberal Colombiano”… Connan Doyle escucha hasta el fin el relato, hasta el fin de la vida de esta pobre mujer, la cual siglos después sería doña Eva, esposa de Carlos Holmes Murillo, que en paz descanse.
LA SANTA COFRADIA
DE LA VIRGEN MARÍA

La vieja casona quedaba ubicada entre cadmias fragantes del barrio Juanambú. Había sido abandonada ante el desarrollo del sur, el auge de la vida bucólica en Pance o Ciudad Jardín. Sus grandes muros de piedra y su sótano amplio, era ideal para aquellas fiestas de embriaguez diabólica. Don Álvaro, alto, desgarbado, se vestía desusadamente de negro, en trajes de impecable corte Inglés. Su piel, era de un pálido subido, debido al poco sol que recibía. Hablaba cascadamente y se exasperaba cuando no se le daba la razón. Los hombres de los bajos fondos más severos y perversos le temían.

Su mirada de pica hielo, exigía y conseguía vasallaje inmediato; pero el tiempo era implacable, ya no era el mismo jovencito iniciado, recién llegado de Londres; en el paraíso de la desidia y la pereza, cuando las niñas proletarias eran fácil presa y sus desapariciones a nadie importaban; la ciudad una aldea sumida en inenarrable sueño. Cada año, en cada celebración, se necesitaba una joven virgen, cada vez más difícil, y conseguir tres era una proeza. La curia también menos influenciable y las continuas pérdidas de niñas las investigaba el servicio de inteligencia colombiano, pues dado el litigio con Venezuela, “la patria no iba a permitir que sus hijas inocentes fueran a ser prostituidas por tratantes de blancas de Caracas o Barquisimeto”.


Así que la edad de la sangre calientita e inocente difícil de conseguir: Ya no hay inocencia, dijo, en la que sería su última noche bajo el cielo de Cali.

Abril ya se despedía con torrenciales lluvias y las inundaciones en los barrios bajos no se hicieron esperar. Don Álvaro iba en su Plymouth 51, parecido al que usaba Spencer Tracy; Mayo había llegado y la secta estaba inquieta de sangre y piel fresca: Se acercaba la orgía más importante del año, ya no eran los mismos de entonces, repetía, cada que el adusto cirujano plástico, miembro de la cofradía estiraba y trataba con fetos humanos las pieles mustias de las mujeres de la congregación, en lucha titánica contra una división celular y metabólica cada vez más lenta.
En esa enorme casa se habían realizado los más variados convites y dado cita con sistemática puntualidad lo mejor de la sociedad. Las paredes reunían el dolor y la alegría de sus moradores y también las infamias.

Desgarradoras escenas de rituales sangrientos, en los cuales ante el altar destinado al diablo, un enorme macho cabrío de ébano y sus corte de seres bicéfalos; ejecutaban vírgenes impúberes sustraídas de los barrios más apartados y pobres de la ciudad. Precisamente el viejo Álvaro Carlos, criado en Londres, en fecha destinada a adorar a la Virgen María, celebrada los criminales actos. Las niñas eran encerradas en enormes piezas y alimentadas y trajeadas con túnicas de pureza y castidad. La noche del sacrificio y la hora debían de coincidir, con la que según la creencia cristiana, la Virgen descendió de los cielos en Cova de Iria. En ese instante en Cali Colombia, vez tras vez, año tras año, con un enorme puñal en forma de gigantesco falo de Satán, defenestraban tres niñas. El olor del azufre y esencias de la hierba del diablo lavaban la sangre y purificaban el ambiente. Don Álvaro Carlos trajeado con la capa purpúrea de los grandes iniciados, asestaba la primera puñalada mortal y uno a uno, los siete hombres y las seis mujeres de la orden se turnaban con suma destreza y precisión. Las incisiones diestras no eran mortales sino que buscaban descargar a sus víctimas. El corte último lo daba el gran maestro, con exactitud y sevicia tasajeaba la yugular y servía, en un copón de oro y diamantes, el líquido de vida: el alma.

Las mujeres de la secta en su vida diaria, devotas servidoras de María, figuraban con puestos de sin igual importancia en bazares de confraternidad y caritas arquidiocesanas. Los varones prohombres de la industria y la política regional aparecían sonrientes en fotografías de reseñas de acontecimientos de la alta sociedad, como matrimonios, muertes y bautizos. Sólo Don Álvaro Carlos permanecía en un feliz anonimato, que le servía para bajar al fondo, a los barrios más populares y mezclarse con el lúmpen que lo proveía de sangre fresca de mejillas candorosas y sonrosadas.

Llegó como era su costumbre hacia la media noche al rancho de bahareque, allí lo esperaba su proveedor, convencido que esas doncellas irían a parar a los prostíbulos Caraqueños. Les hacemos un favor, decía chamizo, aquí no les queda otro camino que enfletarse con el primero que pase y las preñe y las deje sirviendo de coperas en un bar del centro o en la casa de citas proletaria. Mientras allá, casos se han visto, de hembritas llegadas cubiertas de oro a comprarle casa y carro a sus padres. No hago ningún mal y usted es un hombre decente.

Don Álvaro comenzaba a sentir deseos de matarlo pero se contenía. Veía caer su cabeza en un momento y la pateaba a una cloaca. Bueno, bueno, ¿cuántas me tiene? Dos, dijo chamizo. ¿Cómo que dos? ¡Si le pedí tres como siempre! Tengo dos y punto. Contestó el hombre con la confianza que da el negocio cuando se conocen las necesidades de los clientes.

Álvaro pensó que ya no podría ser más tolerante, lo vio cocido a puñales y devorado por su mascota, aquel mastín enorme alimentado por la Virgen María; pero se relajó y guardó el dinero dándole la espalda… Espere Doctor, corrigió su posición el flaco Chamizo sintiendo el ardor del puñal que lo invitaba a saciarse desde el vientre.

Espere, dialoguemos… mi Doctor, no se me vaya así nomás, le puedo conseguir la otra… Más le valía no devolverse al Doctor Álvaro Carlos Gracian, un rayo surcó la noche en forma de almarada y le vació el vientre. Chamizo tomó el dinero, desencadenó a las niñas y se fue, por entre el rancherío de invasión. El cuerpo de Don Álvaro fue encontrado al otro día, por sus amigos. Los periódicos se llenaron en sus primeras páginas de avisos necrológicos invitando a las exequias. Entre ellos había uno muy llamativo. “La santísima confraternidad de amantísimos hijos de María lamentan profundamente el fallecimiento de su hijo predilecto Álvaro Carlos Gracian e invitan el 13 de Mayo a todos sus miembros a una misa privada para rogar por su eterno descanso”.
MONO CREMA

Era monito, bajito, con cara de huevo revuelto. La primera vez que lo vi estaba metido entre amplificadores y tambores, las que irían a ser las primeras estrellas del firmamento artístico Colombiano; eso fue cuando lo de Milo a Gogo, ese sábado aterrador de 1968 en el que el golpe del pájaro de The Speakers enardeció e hizo delirar a las legendarias galladas de Cantarana y Marquetalia. Esa tarde desfilaron Harold y Oscar Golden, Claudia y Mariluz, Jair y Beto Fernán y hasta Román, ese doble de Enrique Guzmán, que cantó “uno de tantos” y desató la histeria de miles de jovencitas ansiosas de violaciones masivas que no se dejaron esperar, y en medio de todo estaba él: el “mono crema” animando el acto de erotismo y sillas voladoras en el gimnasio Evangelista Mora y desde aquel día no se perdió ningún acto público, siempre se las ingeniaba para llegar hasta la tarima, abrazar el enano Lizarazo y hasta periquearse con el propio Richie Ray – eso en los setenta – cuando la célebre caseta panamericana. Después no supe más de él, desde esa mañana en la que se trenzó a balazos con sus compañeros reclutas del colegio militar León de Apure. Eran las nueve de un lunes sombrío cuando su santa madrecita le comunicó: Mijito, como que vinieron por usted, y él ni corto ni perezoso se levantó en pantaloncillos y con el 38 largo de papá en su mano derecha se trepó al techo y comenzó el tiroteo, el primero que recuerda el barrio Junín. A ver ¡hijueputas! – Bramaba – ¡vengan aquí si son machos! Y Bang! Bang! Martillaba repetidamente y los soldaditos desarmados se parapetaban nerviosos tras el camión militar, mientras el sargento – le decía, monito entréguese que se le puede ir honda; pero el monito se sentía en plena guerra y allí descubrió su vocación de matón – no sentí un culo, si los hubiera matado habría sido como pisando hormigas, le confesaría a su amigo y jefe de gallada, el viejo Parches, años más tarde, cuando ya era un hombre legendario dentro del hampa criolla.

Entonces, el fue a Barranquilla a hacer dinero como sicario – esa era su obsesión – allí trabajó en llave con dos abogados que tenían su oficina en un edificio de la setenta y dos, era la época dorada – la bonanza marimbera; - su primer trabajo fue para dos sucreños que querían arreglar un viejo pleito de familia de la manera más limpia posible; sus socios hicieron el arreglo con contrato y todo y el monito que ahora estaba más flaco que nunca, pues había descubierto la angustiante y efectiva tierrita – el bazuco – no se hizo esperar, con el resultado y con lujo de detalles, ultimó a los dos tíos, con sevicia increíble los baleó y como si esto no bastase los desfiguró horriblemente regándoles ácido de batería en sus cuerpos yertos… sus clientes estaban más satisfechos, y pronto sus amigos abogados vieron desfilar más y más calientes en su lujoso bufete del norte.

¡Hacemos una llave increíble! le decían y le entregaban una chuspa llena de tierra olorosa y él se encerraba a consumirla y a cagar hasta quedar exhausto y con un sólo deseo: ¡matar!, y como para descansar se iba a cine a ver películas tan divertidas de pirañas, zombies, o parásitos asesinos, las que le daban nuevos bríos, para realizar su oficio, que pronto agregaría una infamia que de seguro lo haría pasar a la historia. Se trataba de arreglar a tres pacientes por los cuales habían cobrado cinco melones, ese sería el trabajo que lo consagraría definitivamente, el último y para Lica, se repetía, mientras acariciaba una Ingram nuevecita que parecía un juguete de esos que su padre le compraba cuando era niño, oloroso y nuevo.

Limpió el arma y miró las tres fotos tamaño cédula hasta aprenderse esos rostros de memoria e imaginarlos riendo, vivitos y coleando, en bares y restaurantes, abrazando a sus hijos y hasta en un cuadro familiar conmovedor en el que no faltó nada, ni la pose para el recuerdo con abuelita y abuelito e hijitos pequeños mimosos y tiernos. Los odió por dos largas horas, los odió hasta botar espuma por su boca y acabó una chuspa de cinco gramos y salió angustiado en el Toyota. El había aprendido hasta a oler a sus víctimas, se asomó por Presto, husmeó en la cafetería del hotel del Prado y recorrió endemoniado la setenta y dos de arriba abajo con unas ganas de matar que le bailaban en el pecho, recordó a Harry el sucio y su mágnum cargada con proyectiles dun-dun y se lamentó de no tener en ese momento una, porque cada mirada suya era la mirada de la muerte, su trabajo; ese entretenimiento que le daba plata…

Esa noche, fue una de insomnio y delirios, el se volvió a ver en el Evangelista Mora bailando y después en el hotel Aristi rodeado de artistas, pero como siempre terminó en sangre, una orgía terrible en plena piscina, porque él era muy macho, si señores muy macho y el enano Lizarazo, Golden, Harold, Emilse y Jair cayeron fulminados por sus balas precisas y asesinas. La piscina se llenó de sangre y se rebozó explotando e inundando todos los pisos y las calles… un amanecer de sol candente y calor pegajoso se filtró por las paredes amarillentas del edificio de tres pisos en uno de los cuales el monito dormitaba tirado en el piso mugriento de vómito y desperdicios de tabaco y papelillo de cajetillas vacías y proyectiles brillantes y una botella de Brandy Napoleón a medio consumir y una caja de un restaurante chino intacta a la cual se le comenzaban a posar altaneras unas moscas de zumbar angustiado.

De pronto sonó el teléfono, una vez y otra hasta ser ruido delirante que le increpaba a despertar, se levantó como pudo y tomó el auricular, era el sapo, había ubicado a los pacientes, estarían en un bautizo esa misma tarde en El Silencio, apuntó la dirección sobre un paquete de Marlboro y sonrió feliz. Se bañó y se puso un Jean Lee nuevecito y una camiseta Lacoste, iba como para una fiesta, se peinó cuidadosamente y le hecho mano a la tartamuda a la que le metió el proveedor y se llevó otro en el bolsillo por si las moscas, estaba contento, muy contento, la idea de entrar en acción lo hacía temblar de felicidad, era una sensación casi sexual, todo su cuerpo olía a muerte.

Este hombrecito menudo que tenía cuerpo de adolescente imberbe caminó por el paseo Bolívar y silbaba un vallenato, con su mortífera carga envuelta en periódicos, llegó al parqueadero y se subió al Toyota verde y se enrumbó por ese medio día a dar una vuelta de reconocimiento, el calor era insoportable y la brisa del mar estaba detenida creando un ambiente de foso abierto.

Yo no sé si usted ha visto como se ametralla a una familia entera. Tal vez sí, porque ha visto cine y televisión, pero nunca ha estado cerca de una balancera de verdad, pues mire le voy a contar, mejor dicho le voy a seguir contado. El sapo se había ganado su plata porque en esa casa si había un bautizo, varios niños jugaban afuera con carritos de pilas, y carros de bacanes estaban parqueados sobre la acera. Yo llegué y de una me bajé con la tartamuda en la mano y no me acordé de esos que habían en las fotos sino que empecé a disparar a diestra y siniestra, la primera que cayó fue una cucha que llevaba una bandeja y después tres pintas que se encontraban sentaditos en un sofá y al ratito no más, dos niños y, allí cambié de proveedor y fumigué a una vieja que estaba poniendo un disco y a un viejo que salió de un baño con los pantalones en las manos. Ese día maté hasta el perro y atropellé a unos pelaos que estaban jugando en la calle...

No te voy a preguntar que piensas de mí, porque sé muy bien que me tenés asco. Sí mono crema, mucho asco, y un torbellino de papel periódico con las noticias de muchas muertes y el ruido de las emisoras con sus extras y sus noticias malas empujaron la silla de ruedas del monito desnutrido en el patio número siete de la picota de Bogotá, los guardianes y los presos soltaban sus carcajadas perversas mientras el pasaba en ese remolino pernicioso de las visitas y yo seguía insultándolo y recordando los últimos suspiros que por él exhaló mamá.

UN DURO NO SE RESIGNA A SU SUERTE

Todas aquellas personas que había odiado se encontraban ahora muertas. A pesar que nada lastimaba su cuotidiana y rutinaria existencia su vida era llena de amargura y el recuerdo hurgaba en sus noches sin piedad. Las pesadillas se multiplicaban. Para entonces cuando el odio era su único motivo de existir se le veía lleno de pasión; acariciaba la pistola nacarada, con secreta inocencia y sus enemigos, ciertos o no, caían bajo su implacable pulso. El crepúsculo, era sólo el señalamiento festivo para saciar ese espíritu, que también hubiese podido ser creador. Pero la muerte se cobró una a una, a esas que él creía también eran sus presas. Las fue llevando en sus garras de niebla y muy sabia, hacendosa, lo abandonó a esa oscura noche de la espera, de su propia y vana espera.

UNA PEQUEÑA TORTUGA

Escapó de la furia del mar y de las persecuciones implacables de los cazadores furtivos, huyó muy despacio de esa suerte siempre adversa como toda suerte. Ella llegó del Pacífico al solar de mi vieja casa del barrio Alameda y vivió ocho años entre hojarascas de mango y coco hasta que un día – Es difícil aún siento la tortuga escapar de la violencia en mi País de violencia – un día en que ardió su mundo seco y la consumió. Aquiles, mi vecino, atormentado por la basura de mis árboles, quiso dar buena cuenta de ellos, lanzando un fósforo por encima de la tapia baja. ¡Fuego! ¡Fuego! exclamó Ulises, el vigilante nocturno, pero no alcanzó sino a salvar de las llamas a la vieja casa, pero la pequeña tortuga, sucumbió entre el fuego de esa extraña fiebre. Ahora mi vecino mira por entre la ventana de su prisión y llora, al recordar una isla llena de tortugas, de mangos y cocoteros.

UN VIEJO MIRA POR LA VENTANA

Tras la ventana Don Ángel vio discurrir el tiempo de su niñez en aquel barrio polvoriento, lleno de gritos y de furia callada. No hubo una sola acción que no pasara por aquella limitada cuadrícula. Escenas sin ninguna complejidad y aisladas maravillas como si fuesen sueños se turnaron hasta que fue viejo torpe ensimismado en los recuerdos. Ahora lo veo adentro de aquella casa de bahareque. Sigue allí tras la ventana turnándose entre el día y la noche pero ya es sólo ruido y perversos abismos los que se abren ante sus ojos. La vida corrió con su helada pasión y él simplemente vistió distintos ropajes. Se cubrió de inviernos sombríos y de veranos jubilosos. El mundo allá afuera era su absoluto divertimiento. Moldeaba a su antojo historias que tejía en la memoria y grababa, por si la muerte le fuese a dar la oportunidad de conservar el recuerdo, porque era la muerte quien repartía cada papel en esa trama. La que urdía, ponía y quitaba, lo dejaba vivir para después corregir uno a uno cada cuadro de esa tragedia. Hoy el progreso que así le llaman al acto ruin de arrancar el pasado se llevó el último adobe de esa casa y se comenzó la construcción de un edificio de apartamentos. Lo que nadie sabe es que el viejo Ángel logró pasar el otro lado y conservar el recuerdo y nutrirlo día a día desde esa ventana que pasa inadvertida para el mundo mortal que corre tras de aquella aventura silenciosa; que guarda con distintos trajes conciencias de seres que atrapa aquel viejo al cual creímos entre hipócritas lamentos enterrar ayer en una pequeña fosa del cementerio central.

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