La casa era grande, llegamos a ella atraídos por un árbol que se veía desde la calle angosta, procedentes de un pueblo cercano en busca de la gran ciudad, caminamos por ese barrio que a pesar de encontrarse cerca de una enorme autopista había resistido el fiero progreso, buscábamos ese enorme cedro y lo encontramos rodeado de muros de ladrillo crudo, ese era el lugar que habitaríamos y nos habitaría, ese fue entonces el lugar en el cual surgió esta pequeña historia que aquí voy a narrar y que me fue narrada en noches interminables por sus antiguos ocupantes que se fueron turnando para confeccionar este laberinto de espejos, sin ninguna indulgencia, ni piedad, solo me fue pedido una sola cosa: que una vez sabido lo que aquí está escrito, nunca más saliese de allí, viviría y moriría alimentando aquel majestuoso árbol, como alguna vez ellos lo habían hecho, es decir, seriamos devorados poco a poco, estación en estación, hasta ser savia y hojas huidizas cada febrero, semillas y florescencias y viento y agitar espasmódico de sus enormes ramas en invierno. ¿Quién nos hablo y planteo los términos de tan terrible convenio? Primero apareció como una voz delicada que se confundía fácilmente con el viento de las cuatro, ese viento que viene del mar y se presenta como suave brisa salobre y corre por entre las enormes montañas desde el océano por entre el cañón del Dagua, y después se convierte en tormenta que se abate desde los cerros y estremece la casa y brama entre las ramas enormes, luego era murmullo con voz suave de un niño. Yo dije sin pestañear que si, los demás se fueron como muda de piel y de hojas, lentamente, por entre los intersticios del tiempo, por tardes plenas de luz y por entre borrascas de niebla. Ahora cuando ya el tiempo me ha convertido en una pequeña luz del enorme reflejo que es la vida, sigo su lenta rutina de caer de hojas y mudar de piel.
Subscribe to:
Post Comments (Atom)
No comments:
Post a Comment