RECORDANDOME
No fue nada fácil lo confieso, fue la inexplicable combinación de dos cosas que parecían imperfectas, mi vida y la vida de las personas que me rodeaban, se suele decir que todos nos devoramos a nuestro modo, que esta vida es una constante manera de herirnos, que toda relación no es otra cosa que una cadena de dolor causado por esa proclividad del alma de relacionarnos a través de hacer daño, de hacernos daño, aunque este daño que inflingimos sea revestido de convencionalismos todos ellos de carácter social. Pues bien les diré que ese día me puse a pensar en estas cosas. Salí de la casa como siempre, igual de sonámbulo, pero en una esquina de la calle quinta me vi por primera vez en la vida. Estaba caminando dormido junto al doctor Arnulfo Valencia vestido de torero y sonaba el pasodoble feria de Manizales en la versión del Empastre-grupo este que ha decir verdad es lamentable, como lamentable es el pasodoble-lo cierto es que caminábamos por la mitad de la vía y los carros pasaban raudos a nuestro lado e indiferentes, nada raro en un mundo de zombies, de grotescos espectadores de lo que se llamaba la vida real. El doctor Valencia me narraba sus peripecias en las plazas de toros, su chaquetilla estaba manchada de sangre y mientras hablaba aparecían en escena cientos de personas que coreaban su nombre con el consabido grito de:! torero! ¡Torero! Tan vulgar como melancólico. Entonces camine queriendo dejarlo atrás, pero de repente me tope con un cura franciscano al frente de una papayera, su habito era de color café oscuro y tela gruesa, los músicos interpretaban primero el garrón de puerco y después la pollera colora, cuando me fije bien en el rostro del padre era él, el padre Valencia en persona, el mismo que momentos antes había visto de torero, ahora iba a bendecir una pizzería, repartía volantes promocionales y lo seguía una comparsa de niños todos salidos del reformatorio esa misma mañana. Ibamos por el Club Noel, y se sumaron otros más igual de hambrientos. No podemos abandonar a estos pobres infelices, dijo, y entono el himno de la ciudad y todos lo siguieron con sus voces destempladas y famélicas. Llegamos a la pizzería y de pronto hubo una explosión, el piso se cimbro de tal manera que pensé que al fin nos despertaríamos pero seguimos allí como si nada en medio de la algarabía y de una imagen desgarradora como ninguna otra que haya visto en esta de por si penosa existencia, de nuevo caminábamos ya no sobre la calle quinta, nos encontrábamos en la plaza de Caicedo, al interior del palacio nacional, en un salón sombrío en el cual todo parecía indicar que se trataba de una audiencia judicial de esas del pasado, de esas en las cuales había gente observando la labor de jueces y abogados en un escenario en el que se definía el futuro de libertad de unos hombres. Un torero con la chaquetilla ensangrentada o uno vestido de fraile u otro o el mismo, ahora es difícil precisarlo, trajeado a la usanza de los años cincuenta, hablaba con verbo encendido ante un jurado ávido de palabras, sediento de que le explicaran con total realismo porque el asesino no era asesino, porque había o no había asesinado, porque, porque, porque…Se turnaban el torero, el cura y el abogado en el banquillo. Yo a veces era juez y era causa, o jurado. La papayera esperaba entre el público ese dramático final que quizás la ciudad de Cali recordara algún día, ese desfile en el que se daba la vuelta al ruedo y se avivaba al abogado defensor de criminales y se bendecía pizzerías o se tocaba sin parar el garrón de puerco o la pollera colora o el empastre que ejecutaba el pasodoble feria de Manizales como homenaje póstumo al abogado, al cura y al torero que se turnaron en el recuerdo de lo que fui y aun no soy mientras camino después de mi entierro calle quinta arriba y mientras me vuelvo a encontrar.
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